sábado, 12 de abril de 2008

El enfermito (cuento)

...”y sin embargo se mueve”...

Galileo Galilei

Los habitantes del pueblito de Ministro Brinn, pensaban que el mal pernoctaba a la vuelta de la esquina. Podían sentirlo en sus pellejos cuando a la noche los gritos enloquecidos de “el enfermito” hacían aullar a los perros. Ministro Brinn estaba lo suficientemente aislado como para que nadie prestara atención a sus problemas domésticos.
“El enfermito” era un hombre alto, siempre despeinado, con la ropa sucia y los zapatos rotos; un típico linyera en una gran ciudad, y todo un personaje en un pueblo donde la emoción mas grande era el paso del tren, cuando pasaba. Vivía solo en la habitación de una casona ocupada, donde el abandono asomaba por todos los rincones. Nunca había tenido mayores problemas de convivencia, mas allá de los gritos y la suciedad. Siempre andaba solo, hablándose y realmente no se metía con nadie. Vivía de lo que los vecinos le daban y vagaba de un lado a otro del pueblo pidiendo cigarrillos y levantando colillas de la calle. No tomaba alcohol, aunque para muchos pareciera que vivía borracho por su andar errante. No faltaba ningún Domingo a misa de 11 y cantaba a viva voz todas las canciones de la Iglesia. Rezaba de la misma manera y permanecía de pie durante la consagración. Saludaba a no menos de 20 personas cada vez que llegaba el momento de darse la paz, el único momento en que podía tener un contacto cercano con otra persona. Era acreedor de los miedos de todos los niños del pueblo y el protagonista de todas las amenazas para el que no quisiera acostarse temprano, bañarse o tomar la leche.
Cuando a fines de los 80 apareció el cadáver de la hija de los Mancuso, el pueblo se convulsionó; no estaba preparado para semejante cosa, esto no era Rosario ni Buenos Aires donde estas cosas pasan a menudo y donde la gente conoce las reglas del juego.
Claudia Mancuso tenía 8 años, estaba en 3º grado en la escuela estatal, también iba a misa (obligada por el preparatorio para la primera comunión) y practicaba natación en el club “Villa San Jorge”.
No se sabe bien por que ese día de Noviembre apareció en la habitación de “el enfermito”. Posiblemente los dichos de los demás, mas su curiosidad y su alma inocente la llevaran hasta allí. Sintió algo de miedo, sin embargo entró. Él la vio y se sorprendió un poco, pero la hizo pasar .Estuvieron un buen rato hablando y riéndose, cantando las canciones de la Iglesia que era lo único que aparentemente tenían en común. Ella pensaba quedarse unos minutos y volver a su casa, pero él sabía que cuando los padres se enteraran, volverían para golpearlo, como lo había hecho su madre y su padre en su niñez, con saña y haciéndolo pedir perdón de rodillas por no haber hecho nada.
Entonces sintió que no podía dejar que se vaya y se estremeció. No había muchas opciones para retenerla ni posibilidades de dar explicaciones a nadie.
Al fin de cuentas, la fatalidad los había juntado en el lugar equivocado y justamente él, “el enfermito” no iba a ser quien se atreviera a desafiar lo que ya estaba escrito.
Cuando llegó la policía, Claudia Mancuso ya estaba muerta. Su cráneo no había soportado el golpe seco de un fierro en T de 2 pulgadas, que alguna vez había sostenido una tabla donde descansaba la imagen de La Madre Dolorosa. “El enfermito” estaba al lado del cuerpo, con el fierro entre las manos manchadas de sangre caliente a punto de fraguar. Gritaba frases que nadie entendía, y trataba de dar alguna explicación a lo que había pasado.
El juez lo declaró inimputable y la familia Mancuso juró venganza. El libreto implacable del destino sería cumplido al pie de la letra.

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