miércoles, 15 de mayo de 2013

Diente de madera

Los detectives estaban desorientados.
Las marcas que el vampiro dejaba en sus víctimas cambiaban constantemente, ninguna encajaba en los patrones de la ciencia criminalística y ni siquiera se parecían entre sí.
Las huellas dactilares no existían y la matriz de las mordidas, en apariencia iguales, vistas al microscopio desnudaban su traza y su imperfección.
Lejos de allí, Alejandro madrugaba cada mañana para viajar una hora en el semi-rápido que hacía el recorrido Ezeiza-La Boca para llegar a tiempo a su lugar de trabajo, una maderera de la calle Brandsen donde cada día pelaba troncos de pino que luego serían usados para fabricar ataúdes.
En los ratos libres, guardaba en sus bolsillos pequeños trozos de madera y en su hora de almuerzo tallaba con una lima, dientes caninos ahuecados y con desprolijas terminaciones que no podía mejorar con el tiempo ni con la práctica. Terminado su turno, volvía hacia la zona Oeste pero antes hacía una parada en Ciudadela. En esta zona, ponía a prueba sus pequeñas creaciones.
Mordía al principio con miedo (siempre pensaba que los dientes se le iban a partir) pero una vez que tomaba confianza lo hacía bastante bien y hasta canchereaba mordiendo a ambos lados del cuello.
Los cuerpos quedaban tirados en la calle y recién al otro día eran encontrados por los barrenderos.
Durante mucho tiempo Alejandro pudo saciar su hambre repitiendo siempre la misma rutina hasta ese desgraciado 31 de Diciembre.
Cruzando la calle de la terminal de ómnibus, no se dio cuenta de que doblaba un micro de Alvarez Hnos y murió aplastado sobre la misma calle donde atacaba a sus víctimas.
Al revisar el cuerpo, la policía encontró en sus bolsillo una cantidad no determinada de dientes de madera, suficientes como para cerrar el caso.