domingo, 13 de abril de 2008

La vuelta mas larga (cuento)

En mi barrio había una hermosa calesita: el calesitero administraba las dosis de sortija con maestría y siempre regalaba una vuelta al que se estaba por ir mientras intercalaba canciones de moda con otras mas viejas y bochincheras; o de las clásicas para chicos, pero interpretadas por las ardillitas.
El invierno era el inevitable e imbatible enemigo que me alejaba del lugar que tanto me gustaba. Sin embargo ese año tuve un raro privilegio: era Lunes y había faltado a la escuela por motivos que ya no recuerdo. Como a las once de la mañana, después de hacer los mandados, pedí permiso para ir al campito donde estaba la calesita. Quería aprovecharla y tenerla toda para mi solo, tener la sensación de poseerla y si me daba permiso el pudor, pedirle alguna canción al calesitero.
Llegué y era el único. Todos mis amigos estaban en el colegio y además hacía frío. Saludé, compré mi boleto y me fijé si era capicúa por que eso me daba derecho a una vuelta gratis pero no, no era.
A pesar de tener todo a mi disposición, elegí el mismo caballito rojo de siempre. Lo monté y arrancó la música. Casi instantáneamente, comenzó a girar la calesita. La velocidad aumentó, de a poco pero sin pausa.
Al pasar por la casilla del calesitero, me pareció que éste no estaba.
Era algo raro, pero a la calesita no le importó y siguió girando cada vez mas rápido. Al pasar nuevamente ya no tuve dudas de que el señor no estaba y hasta pude ver la puerta cerrada con candado.
Me pregunté que estaba pasando. La velocidad aumentaba y todo estaba desapareciendo. Mi caballito de madera perdía sus arneses por culpa de la aceleración y la cara de Pinocho (la que estaba en el centro) salió volando cortando el aire.
El paisaje perdía su color, todo era gris y polvoriento y yo en el medio aferrado a mi fiel caballo que se resistía a salir despedido, aguantando mis gritos de terror dirigidos a nadie por que nadie había, mientras la música se deformaba haciendo sonidos estridentes y gomosos.
Los bulones que sujetaban al caballo empezaron a aflojarse justo en el momento en que yo empezaba a llorar.
No quería bajarme de él, así que lo abracé con más fuerza asegurándome su compañía; después de todo era el único que no me había abandonado.
En pocos segundos, los dos fuimos arrancados de la base y salimos brutalmente despedidos. A esta altura me pareció ver a mi caballo cerrar sus ojos también, pero pensé que me estaba volviendo loco. Sin embargo logré mirarlo mas detenidamente y no solo los había cerrado por el miedo si no que él también estaba llorando. Lo abracé como para consolarlo mientras seguíamos viajando hacia quien sabe donde.
De pronto, chocamos contra algo.
Y algo mas.
Y otra vez.
Por fin había un cambio después de esos segundos eternos. Pensábamos que nada podía ser peor que lo que nos había pasado. Abrimos los ojos (él y yo) y vimos a miles de chicos con sus miles de caballos en ese lugar al que habíamos llegado, vagando, sin rumbo aparente. Ninguno lucía preocupado, pero tenían los ojos vacíos.
Uno de ellos que parecía ser el líder se nos acercó, sin arrimarse demasiado y nos hizo una seña inequívoca e irresistible con la cabeza para que lo sigamos.
Nos guió rápidamente hasta el borde de lo que parecía ser una piscina. Al acercarnos, notamos que en realidad era una especie de lente enorme, como un prisma, desde donde podíamos observar todo lo que quisiéramos sin ser vistos.
Pude ver con absoluta claridad el aula donde yo ya no estaba, el techo de mi casa, la plaza con el ombú y curiosamente, el campito donde todavía estaba la calesita, que estaba sin chicos, con solamente el calesitero y la música que ahora se escuchaba clara y agradable.
Tuve un gesto miedoso y tosí con nervios. Abracé nuevamente a mi caballo y cerré los ojos tratando de volver allí.
Para cuando los abrí, ya formaba parte de ese ejército de chicos.

sábado, 12 de abril de 2008

El enfermito (cuento)

...”y sin embargo se mueve”...

Galileo Galilei

Los habitantes del pueblito de Ministro Brinn, pensaban que el mal pernoctaba a la vuelta de la esquina. Podían sentirlo en sus pellejos cuando a la noche los gritos enloquecidos de “el enfermito” hacían aullar a los perros. Ministro Brinn estaba lo suficientemente aislado como para que nadie prestara atención a sus problemas domésticos.
“El enfermito” era un hombre alto, siempre despeinado, con la ropa sucia y los zapatos rotos; un típico linyera en una gran ciudad, y todo un personaje en un pueblo donde la emoción mas grande era el paso del tren, cuando pasaba. Vivía solo en la habitación de una casona ocupada, donde el abandono asomaba por todos los rincones. Nunca había tenido mayores problemas de convivencia, mas allá de los gritos y la suciedad. Siempre andaba solo, hablándose y realmente no se metía con nadie. Vivía de lo que los vecinos le daban y vagaba de un lado a otro del pueblo pidiendo cigarrillos y levantando colillas de la calle. No tomaba alcohol, aunque para muchos pareciera que vivía borracho por su andar errante. No faltaba ningún Domingo a misa de 11 y cantaba a viva voz todas las canciones de la Iglesia. Rezaba de la misma manera y permanecía de pie durante la consagración. Saludaba a no menos de 20 personas cada vez que llegaba el momento de darse la paz, el único momento en que podía tener un contacto cercano con otra persona. Era acreedor de los miedos de todos los niños del pueblo y el protagonista de todas las amenazas para el que no quisiera acostarse temprano, bañarse o tomar la leche.
Cuando a fines de los 80 apareció el cadáver de la hija de los Mancuso, el pueblo se convulsionó; no estaba preparado para semejante cosa, esto no era Rosario ni Buenos Aires donde estas cosas pasan a menudo y donde la gente conoce las reglas del juego.
Claudia Mancuso tenía 8 años, estaba en 3º grado en la escuela estatal, también iba a misa (obligada por el preparatorio para la primera comunión) y practicaba natación en el club “Villa San Jorge”.
No se sabe bien por que ese día de Noviembre apareció en la habitación de “el enfermito”. Posiblemente los dichos de los demás, mas su curiosidad y su alma inocente la llevaran hasta allí. Sintió algo de miedo, sin embargo entró. Él la vio y se sorprendió un poco, pero la hizo pasar .Estuvieron un buen rato hablando y riéndose, cantando las canciones de la Iglesia que era lo único que aparentemente tenían en común. Ella pensaba quedarse unos minutos y volver a su casa, pero él sabía que cuando los padres se enteraran, volverían para golpearlo, como lo había hecho su madre y su padre en su niñez, con saña y haciéndolo pedir perdón de rodillas por no haber hecho nada.
Entonces sintió que no podía dejar que se vaya y se estremeció. No había muchas opciones para retenerla ni posibilidades de dar explicaciones a nadie.
Al fin de cuentas, la fatalidad los había juntado en el lugar equivocado y justamente él, “el enfermito” no iba a ser quien se atreviera a desafiar lo que ya estaba escrito.
Cuando llegó la policía, Claudia Mancuso ya estaba muerta. Su cráneo no había soportado el golpe seco de un fierro en T de 2 pulgadas, que alguna vez había sostenido una tabla donde descansaba la imagen de La Madre Dolorosa. “El enfermito” estaba al lado del cuerpo, con el fierro entre las manos manchadas de sangre caliente a punto de fraguar. Gritaba frases que nadie entendía, y trataba de dar alguna explicación a lo que había pasado.
El juez lo declaró inimputable y la familia Mancuso juró venganza. El libreto implacable del destino sería cumplido al pie de la letra.