...”a puro dolor nomás, así habían criado a esos pobres gurises”... (de “Leyendas de las Barrancas”)
Nunca había podido salir de su casa sin tomar su café, bien cargado y con edulcorante. Tampoco olvidaba cepillar sus dientes, ni repasar su peinado varias veces. Revisaba escrupulosamente que todas las puertas estuvieran con llave, que las ventanas hayan cerrado correctamente, y que el piloto del calefón permanezca apagado. Salía a la calle, y caminaba hasta la parada del colectivo en el que sacaría su boleto de 80 centavos con la moneda de un peso que ya había puesto en el bolsillo derecho del sobretodo, el día anterior. Tomaba su vuelto de 20 centavos e inmediatamente iba hacia el fondo, cerca de la puerta trasera, por si acaso había algún imprevisto poder salir primero. Luego buscaba nerviosamente con la vista, la luz roja que indicaba que ventanilla era expulsable y controlaba que el martillo que sirve para romper los cristales en caso de emergencia estuviera en su lugar. A los 20 minutos, estaban en la parada de la plaza que queda enfrente del templo, donde habitualmente subía una señorita muy delgada y morocha que había llamado su atención. Ya estaba en la mitad del recorrido, había pasado media hora mas o menos desde que salió de su casa, y el calor, el encierro y el hacinamiento empezaban a hacer lo suyo. Se sacó los guantes y sintió el frío que entraba por una ventanilla que cerraba mal en sus manos. Ningún asiento se liberaba en su alrededor. Estaba seguro de que iba ir parado todo el viaje. El sobretodo ya pesaba. Los 2 grados de temperatura de la mañana habían sido reemplazados por un sudor frío en la espalda. El café cargado y con edulcorante, era ahora un desagradable sabor amargo en la boca, y rogaba no tener que hablarle a nadie para no hacerle sentir el rigor de un aliento agrio e indisimulable. No faltaba mucho para llegar. El colectivo poco a poco se iba vaciando, se liberaban algunos asientos y el chofer, distendido, hablaba a los gritos con otro que se había detenido en el mismo semáforo, sobre sus proezas con el asado del Domingo pasado, de cuantas vueltas había hecho, y de cuantas le faltaban, preguntaba por el 35, ponía sus manos en la nuca y se estiraba buscando desentumecer sus músculos, hasta que el semáforo se pasa a verde y los libera del compromiso. Al llegar a la parada de su destino baja, cruza la avenida, para en el kiosco a comprar cigarrillos y unas golosinas. Toma el ascensor y mientras revisa que las puertas estén bien cerradas y que nada quede atrapado en ellas; piensa en el alivio que sentirá al sentarse en su lugar de trabajo hasta que nuevamente tenga que volver a controlar que cada pieza encaje en su lugar exacto.
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