domingo, 29 de junio de 2008

Tiempo muerto

En la oscuridad, todo es mas grave.
Por las noches, las cosas se agigantan y se nos vienen encima. Las sombras, el viento y el frío pueden ser nuestros peores enemigos.
Cuando entramos al parque de diversiones, estaba en penumbras, era de noche, las sombras nos perseguían y el invierno se mostraba a pleno congelando cada pasamano de aluminio que rozábamos.
La duda mas tremenda era saber por que habíamos entrado ahí si ese parque ya no existía. Parecíamos estar metidos en una pesadilla; sin embargo, pagamos la entrada al señor en la puerta. El detalle fue que los chicos no pagaron, solo nosotros los mayores y hasta se tomó el trabajo de avisarnos que faltaban 15 minutos para cerrar.
Parecíamos idiotas pagando una entrada a un lugar que no existía, en una noche de invierno y a punto de cerrar.
Pero lo hicimos.
Les señalé a mis hijos unas figuras con brillantina descoloridas por el sol y el agua. Eran unos querubines grotescos, con pómulos regordetes y colorados, todos sonriendo y con la cabeza inclinada hacia la izquierda. A mi me fascinaban por que eran contemporáneos de mi infancia, pero mis hijos los miraban con desagrado.
Pasamos por la zona del laberinto de espejos y perdimos de vista por unos segundos a mi hija, que es la menor. Nos gritaba por el miedo y la encontrábamos, pero al querer ir a buscarla la volvíamos a perder de vista y otra vez el llanto y los gritos y la música deforme.
La situación empeoraba y además se vencía el plazo para el cierre. Buscábamos la salida con desesperación pero no la encontrábamos.
Yo estaba realmente muy asustado y tomé aire para gritar.
En ese momento abrí los ojos y me v1 en la cama, destapado y agitado. Miré el reloj y era las 4 de la mañana. Fui hasta la habitación de los chicos y dormían tranquilamente. Mi mujer también dormía.
Volvía acostarme hasta la hora del desayuno.
A eso de las 8 suena el teléfono. Era mi hermano.
Quería saber donde habíamos estado toda la noche. Se cansó de llamar por teléfono. Incluso un vecino le dijo que nos había visto salir.
Todo fue muy raro, pero hubiera preferido que siguiera siendo así por que nos buscaba para darnos una terrible noticia.

sábado, 14 de junio de 2008

Masa

Para el maestro panadero José Bermudez, fue muy fácil deshacerse del cuerpo de su patrón; simplemente lo cocinó en el horno y luego mezcló los restos con la masa preparada para el pan de las 6 de la mañana.
Todos preguntaron por el dueño pero nadie sabía nada. Su familia dijo que había salido de su casa al trabajo pero en la panadería decían que nunca habia llegado.
El encargado del local, ante la impaciencia de los clientes, decidió abrir el local y empezo a despachar.
Mientras, por la ventana, José observaba como algunos ansiosos jubilados empezaban a borrar los rastros de su crimen metiendo la mano en la bolsa para comer el pan calentito.

viernes, 13 de junio de 2008

Hora y cuarto

...”a puro dolor nomás, así habían criado a esos pobres gurises”... (de “Leyendas de las Barrancas”)


Nunca había podido salir de su casa sin tomar su café, bien cargado y con edulcorante. Tampoco olvidaba cepillar sus dientes, ni repasar su peinado varias veces. Revisaba escrupulosamente que todas las puertas estuvieran con llave, que las ventanas hayan cerrado correctamente, y que el piloto del calefón permanezca apagado. Salía a la calle, y caminaba hasta la parada del colectivo en el que sacaría su boleto de 80 centavos con la moneda de un peso que ya había puesto en el bolsillo derecho del sobretodo, el día anterior. Tomaba su vuelto de 20 centavos e inmediatamente iba hacia el fondo, cerca de la puerta trasera, por si acaso había algún imprevisto poder salir primero. Luego buscaba nerviosamente con la vista, la luz roja que indicaba que ventanilla era expulsable y controlaba que el martillo que sirve para romper los cristales en caso de emergencia estuviera en su lugar. A los 20 minutos, estaban en la parada de la plaza que queda enfrente del templo, donde habitualmente subía una señorita muy delgada y morocha que había llamado su atención. Ya estaba en la mitad del recorrido, había pasado media hora mas o menos desde que salió de su casa, y el calor, el encierro y el hacinamiento empezaban a hacer lo suyo. Se sacó los guantes y sintió el frío que entraba por una ventanilla que cerraba mal en sus manos. Ningún asiento se liberaba en su alrededor. Estaba seguro de que iba ir parado todo el viaje. El sobretodo ya pesaba. Los 2 grados de temperatura de la mañana habían sido reemplazados por un sudor frío en la espalda. El café cargado y con edulcorante, era ahora un desagradable sabor amargo en la boca, y rogaba no tener que hablarle a nadie para no hacerle sentir el rigor de un aliento agrio e indisimulable. No faltaba mucho para llegar. El colectivo poco a poco se iba vaciando, se liberaban algunos asientos y el chofer, distendido, hablaba a los gritos con otro que se había detenido en el mismo semáforo, sobre sus proezas con el asado del Domingo pasado, de cuantas vueltas había hecho, y de cuantas le faltaban, preguntaba por el 35, ponía sus manos en la nuca y se estiraba buscando desentumecer sus músculos, hasta que el semáforo se pasa a verde y los libera del compromiso. Al llegar a la parada de su destino baja, cruza la avenida, para en el kiosco a comprar cigarrillos y unas golosinas. Toma el ascensor y mientras revisa que las puertas estén bien cerradas y que nada quede atrapado en ellas; piensa en el alivio que sentirá al sentarse en su lugar de trabajo hasta que nuevamente tenga que volver a controlar que cada pieza encaje en su lugar exacto.

miércoles, 11 de junio de 2008

Sombra blanca

Había un barrio en la ciudad de Buenos Aires llamado Villa Otero. En ese barrio existía un pasaje, una callecita de apenas 50 metros de largo cargada de historias tremendas, de visitantes desaparecidos y de silencios insoportables. El pasaje de la Verdad (así se llamaba), era absolutamente oscuro, aún de día. Ninguna luz salía de él. Tampoco había luz que pudiera penetrarlo; todos los intentos morían en sus propios límites. Yo decidí ir a conocerlo; mi curiosidad fue mas fuerte al temor que me habían inculcado. Llegué un Lunes alrededor de las diez de la mañana, crucé la avenida y ahí estaba. Me acerqué todo lo posible y traté de descubrir algún vestigio de luz, algún destello, algo que desacreditara aquella historia insostenible. Pude ver algo. Claramente. En el interior de ese punto oscuro había algo. Era una sombra, una sombra blanca. Una silueta casi humana que hacía ademanes. De pronto parecía llamarme como si pidiera auxilio y al rato (yo estaba seguro) me echaba. Estaba mirando la sombra cuando alguien me llamó golpeándome en el hombro muy desagradablemente. Era un hombre alto, con un saco con coderas que le quedaba corto de mangas y anteojos oscuros. Me miró por encima de los vidrios y me dijo con la más absoluta claridad y certeza: -“No mire mas, no hay nada” Se acomodó los anteojos y penetró en el pasaje. Volví a mirar, pero la sombra blanca ya había desaparecido.

Sombra blanca

Había un barrio en la ciudad de Buenos Aires llamado Villa Otero.
En ese barrio existía un pasaje, una callecita de apenas 50 metros de largo cargada de historias tremendas, de visitantes desaparecidos y de silencios insoportables.
El pasaje de la Verdad (así se llamaba), era absolutamente oscuro, aún de día. Ninguna luz salía de él.
Tampoco había luz que pudiera penetrarlo; todos los intentos morían en sus propios límites.
Yo decidí ir a conocerlo; mi curiosidad fue mas fuerte al temor que me habían inculcado.
Llegué un Lunes alrededor de las diez de la mañana, crucé la avenida y ahí estaba. Me acerqué todo lo posible y traté de descubrir algún vestigio de luz, algún destello, algo que desacreditara aquella historia insostenible.
Pude ver algo.
Claramente.
En el interior de ese punto oscuro había algo.
Era una sombra, una sombra blanca. Una silueta casi humana que hacía ademanes.
De pronto parecía llamarme como si pidiera auxilio y al rato (yo estaba seguro) me echaba.
Estaba mirando la sombra cuando alguien me llamó golpeándome en el hombro muy desagradablemente.
Era un hombre alto, con un saco con coderas que le quedaba corto de mangas y anteojos oscuros.
Me miró por encima de los vidrios y me dijo con la más absoluta claridad y certeza:
- “No mire mas, no hay nada”
Se acomodó los anteojos y penetró en el pasaje.
Volví a mirar, pero la sombra blanca ya había desaparecido.

lunes, 9 de junio de 2008

Aviso

Poesía no es esto
No es poesía.
Acabara en un cesto,
Al sexto día

De intentar plasmarla
En una hoja
En blanco acabarla
Cuando la musa escoja

Perdón, vergüenza, mentira
escrita
Sin verdad, vacía delira,
Grita.